El día está nublado, uno voltea a mirar el cielo y no se puede apreciar el sol, tranquilo, inagotable, esperando su turno de aparecer pacientemente por detrás de las grandes nubes blancas, tan azules como el océano gris después de navidad.
Samuel, como cada tarde a las 7:30, camina hacía su casa, el día es un día perfecto para una caminata, aunque repentinamente todo cambia, un trueno se oye en la distancia y el viento comienza a soplar incesantemente, después el agua comienza a caer con una furia desenfrenada.
Samuel sólo se limita a sonreír, le parece fascinante como algo tan bello como el cielo (ahora no le cabe duda a Samuel que tan emífero puede llegar a ser el universo) puede almacenar tanta ira y esperar al momento exacto (no sabemos exactamente que momento pero el cielo sí) para desencadenarla de una manera brutal y sublime.
Todavía no terminaba el asombro de la furia contenida en cada una de las bellas nubes que hace solamente cinco minutos habían sido la única compañía y refugio de Samuel, cuando el golpe sólido del granizo azotó en su cabeza descubierta.
Samuel llegó a casa y preparo café.
Pasó la noche junto a la ventana viendo el cielo caer de gota en gota.
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