jueves, 30 de julio de 2015

El Águila Sangrienta



Después de esto yo sabía lo que venía, los dioses, jamás me atrevería a ofender a los dioses.
Yo no sé porque pronuncié aquello. No elegí las palabras… sólo… las dije.
Como si los dioses las hubiesen elegido para mí y mi destino. Ahora no me queda más que aceptarlo como buen guerrero. Como todo aquel que merece la gloria, porque el castigo que me sobreviene muchos lo ven como una tortura, pero yo lo veo como una verdadera oportunidad de mostrar la fuerza de mi alma. No los voy a engañar, preferiría mil veces no tener que pasar por esto, pero ahora está escrito, fue escrito con la única tinta que es imposible borrar: la tinta de los dioses.

Una botella de cerveza de rompe en mi cabeza, me desangra un poco, podría voltear y luchar con el maldito que lo hizo, pero sé que sólo fue un aviso, ahora tenía que bajar la cabeza y esperar mi apresamiento.
Llegamos al calabozo, unas cadenas comienzan a atraparme de manos y pies, mientras yo miro en silencio (no puedo hacer más, podría, después de todo soy el guerrero más fuerte de toda la raza vikinga en este reino, pero no, porque mis palabras, que a menudo son peor que las acciones –porque las palabras pueden dejar heridas de por vida, traumas verdaderamente grandes, fueron las causantes de todo esto).
Estoy preso, la puerta comienza a cerrarse lentamente, apuesto a que lo hacen a propósito, cerrar la puesta lentamente para que a cada centímetro anhele más y más mi libertad, y precisamente porque la anhelo no he de escapar, porque la libertad está en el alma, y mi alma no la tiene, la única forma de recuperarla será haciendo frente a aquello que me he ganado.
Los días pasan lentamente, uno, dos, tres, otra vez tres, maldita sea este día no sé acaba… cuatro, cuatro, cada día es más largo que el anterior…
Por fin, éste es mi séptimo día, no he comido, lo he soportado, no he hablado con nadie, está prohibido, debemos permanecer callados durante el encierro, después de todo no ha sido tan malo, durante esta semana he hablado conmigo mismo, me he conocido más incluso de lo que pude conocerme en toda mi vida. Cuando todo esto  inicio yo ya había decidido recibir mi castigo, pero tenía duda, me preguntaba porque los dioses habían elegido esto para mí, y si eran capaces de mandarme a lo que va a pasar mañana (porque lo de mañana a esta hora es la peor de todas las torturas que se practiquen este mundo. Pero vale la pena por toda la gloria del mundo que está por venir).

Escucho unos pasos, afuera, alguien viene, entra. Es una cara conocida, pone junto a mí el cráneo de algún difunto que murió con la misma tortura que me espera y que ahora solo están sus huesos. Yo sé que ahí están las llaves las cadenas que tengo apresándome manos y pies y de la puerta, ésta es la parte más difícil de todo, cuando sabes todo el dolor que te espera y tienes la llave al alcance de tu mano, durante veinticuatro horas, que el reloj de arena que colocó en suelo hace cinco segundos ha comenzado a contar, cuando sabes que probablemente no podrás superar lo que está preparado para ti más allá de ese lapso.

-Lamento que pases por esto –comenzó a hablar-, el tío Floki me ha hablado del castigo, sé que no puedes hablar conmigo, y que mañana no puedes gritar, que si lo haces no podrás entrar en el Valhalla, tampoco lo harás si me hablas hoy o si hubieses comido cualquier cosa antes de ahora desde que fuiste apresado. Pero eso no me prohibe hablarte a mí. Tampoco te prohibe escuchar. He pedido a los custodios un par de minutos contigo, los convencí, con el argumento de que si te hacía hablar jamás conocerías la gloria del Valhalla.
>>Prometo que voy a cuidar de mamá. Prometo también que en cada batalla y cada muerto que ose profanar el pueblo de los dioses que somos nosotros lo será en tu nombre, ahora que no estás yo soy el guerrero más imponente de estos tiempos, el más respetado.
>>Todo el respeto que yo reciba será gracias a ti. Y también será en vuestro honor –mi hijo se fue, yo me quedé aquí. Con las lágrimas rodándome por las mejillas.

El ejército con el que combatí tan épicas y memorables batallas entró por la puerta que minutos antes, marcaba la marcha de mi hijo. Trajo consigo un banquete digno del más poderoso rey, tal y como dicta la tradición ellos se marcaron, y yo comí y bebí asta hartarme y más todavía; al grado de quedarme dormido con un pedazo de pavo en la boca abierta.

Dormí demasiado, más de medio día, el reloj de arena se ha consumido, pensé que anoche tendría insomnio por lo que pasará, según mis cálculos hechos al ver la arena del reloj, en ocho horas.
Ahora las horas se consumen aun más lentamente que los días. Pueden ustedes hacer sus propias cuantas, cada segundo es una eternidad, pero el tiempo no es directamente proporcional, en un minuto caben cien eternidades y en una hora infinidad de infinitos, porque cada  grano de arena es un mundo que pasa afuera y yo me quedo aquí.

Falta una hora, todo mi cuerpo ha comenzado a temblar, creo que debo ir quitándome estas cadenas, porque si espero más estaré temblando tanto que no podré insertar la llave en donde va.

Mis nervios crecen cada vez más, el reloj se consume se consume cada vez menos. Mis rodillas tiemblan, mi corazón hace lo mismo, mi alma jamás estuvo tan excitada y  asustada al mismo tiempo, tengo tanta valentía y determinación dentro de mí que no puedo dejar de temblar ni por un segundo, o mejor dicho, ni por una eternidad.

El último grano de arena cae del reloj, ahora ya no sé lo que es peor, la agonía y la desesperación que me traía toda esa intriga del por venir y esperar que el lapso se cumpliera, o eso, precisamente que se cumpliera.

La llave comienza a girar, he comenzado a empujar la puerta, creo que ella también está temblando. Doy unos pasos, frente a mí hay dos caminos: el que debo seguir, y el de escapar. No he mentir, por una eternidad la idea de tomar el segundo camino se vio bastante tentadora, lo juro, estuve a punto de seguir aquella senda.
Pero no, en lo más profundo de mí sabía lo que debía hacer, así que cerré los ojos y di mi último suplico a los dioses, les supliqué me dieran el valor y la fuerza necesaria para soportar lo que venía, y les supliqué por mi familia. Cuando abrí los ojos lo hice con una decisión increíble, y emprendí la marcha a esta habitación en que ahora espero de rodillas mi castigo.

Cuando entre, toda la gente tenía actitud solemne, ceremonial. Muchos me miraban con verdadero pesar en los ojos. Frente al lugar donde habría de arrodillarme en unos momentos, se encontraba mi hijo y mi mujer, una mirada a mi hijo bastó para encargarle mucho a su madre, en cuestión de un segundo –esta vez un segundo y no una eternidad-, ya la tenía abrazada en su regazo.

Ella tenía la mirada llena de tristeza, me pregunto cuántos pedazos de corazón tendría en el pecho, cuántas veces se le habría roto el corazón esta semana, un pensamiento tomo parte de mí y me arrebato una o dos lágrimas: todo el dolor que ella sentía había sido a causa mía, y todas las veces que su corazón se fragmentará esta noche y las siguientes al recordar serían mi culpa.

Ahora estoy aquí arrodillado. El verdugo se arrodilla frente a mí y comienza a levantar los brazos, yo lo imitó como un espejo. Mis muñecas se introducen en los ganchos colgantes que están destinados a soportarlas y mantenerme en posición de cruz desde ahora y hasta mi muerte. Se levanta y va hacía mi espalda, mi familia queda frente a mí, ver sufrir a mi mujer me duele más que todo lo que me ha pasado. El filo de un cuchillo traspasa mi espalda, comienza a correr lentamente desde lo alto de mi espalda por todo lo largo de mi columna vertebral, gira hacía el lado izquierdo y se hace un cuadrado casi perfecto al llegar a la parte más lejana del centro de mi cuerpo. Tengo todo el torso lleno de sangre, y el mismo cuchillo comienza a rasgar mi piel simétricamente del lado derecho. Las lágrimas no dejan de brotar en el rostro de mi amada, mi alma no puede dejar de lamentarse al verla llena de dolor. Pero su dolor no opaca al mío, toda la sangre que corre desde mi espalda forma un charco en el suelo alrededor de mí.

Vamos, tú puedes, si soportas esto valdrá la pena –mi oído escuchaba el susurro del verdugo.- Ahora tomaré el hacha, lo siento, hazte el favor de no gritar, lo que viene es horrible.

Así eran las ceremonias, sabíamos que los únicos capaces de juzgar eran los dioses, y como buen verdugo, me daba palabras de aliento de vez en cuando, me decía todo lo que yo ya sabía, pero en momentos así, siempre es bueno saber que se cuenta con alguien que está ahí para apoyarte. Y él estaba ahí para mí.

El hacha está afilada, duele, he comenzado a sudar y eso arde intensamente en mis llagas, con el hacha, el verdugo a terminado de arrancar la piel de mi espalda, con su mano a tomado una de mis costillas, el charco de sangre ya le ha empapado los pies, el hacha rompe mi costilla, me retuerzo, estoy a punto de gritar, he abierto la boca pero no saco sonido alguno. Un líquido rojo mana de mi boca, no me permito estornudar, pero gota a gota cae la sangre que me acosa. El toma mi mano y vuelve a susurrar <<vamos, sé que puedes>>, después me rodea y de nuevo se arrodilla frente a mí. Pasan unos segundos, que nuevo pasan con la lentitud de la eternidad, respiró profundo, la espalda me duele, me duele mucho, no he dejado de ver a mi mujer, no pasa un segundo (ya sea normal o eterno) en que no sufra, me duele también el corazón, si hay algo que deseaba en la vida más que ser un buen guerrero y honrar mi vida y a los dioses, era jamás hacerla sufrir a ella. Y ahora está sufriendo.

Abro los ojos, que los había cerrado para sufrir en paz, porque siempre se sufre mejor con los ojos cerrados. Y apruebo con ligero movimiento de cabeza, mi verdugo de pone de pie y va a continuar con su labor. Repite el procedimiento con cada una de mis costillas.

Una vez que terminó, introdujo su mano en los agujeros de mi espalda y tomó un pulmón, sin cortarlo de mis vías respiratorias, lo sacó, y dejó suspendido en el aire, solamente sostenido por mis órganos internos. Con el otro pulmón hizo lo mismo. Mi mujer se desmayó.

Perdón –susurré.

En mis llagas echaron sal. Ardían de la manera más brutal que pude arder cualquier cosa en este mundo. El dolor era brutal.

No he gritado, creo que estoy a punto de morir…

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