Polonio
llegó más tarde a una capilla del palacio que se encontraba cerca de los
aposentos del rey, donde este último se encontraba, dio la noticia de haber
citado a Hamlet a su dormitorio para que hablase con su reina y madre, quien, a
pesar de ser testigo de la insana cordura del príncipe, por su cariño no podría
del todo tener objetivo oído, siendo menester que el mismo como consejero, se
ocultase para la conversación escuchar y dar reporte luego. Estuvo de acuerdo
el rey, y cuando Polonio se marchó y el rey comenzó a pensar, pudiera ser que en
ese lugar sagrado, verdaderamente se encontrase más cerca de dios y del cielo, pues
tan pronto se quedó solo, séase por el sitio, por el espectáculo desagradable
que con dedo vil el príncipe le apunta sin filtros como el asesino del rey
pasado, o por su conciencia culposa que cada vez gritaba más fuerte en sus
adentros, que comenzó entre pensamientos internos y oración: «Es mi delito
atroz, y su rancio hedor al cielo eleva; lleva consigo la primera maldición, la
más grande: la muerte de un hermano. No puedo orar, aunque mi alma toda el rezo
aclame: más que mi voluntad resulta y firme puede mi enorme crimen; soy como el
hombre que en dos negocios piensa: dudo con cual empezar, y ambos descuido. Y
aunque en sangre hermana bañado hubiese mi maldita diestra mil y mil veces
¿lluvia no hay bastante que en ese cielo justo y bondadoso que pueda volverla
blanca cual nieve? Inútil fuera la merced, si osada el crimen no afrontase,
vano el rezo, si no tuviese en sí la doble fuerza de precaver el crimen
meditado, de perdonar la culpa cometida. Recemos, pues; mi crimen ya está
hecho. Mas ¿en qué forma de oración valerme? «¿Perdóneme el aleve asesinato?»
No puede ser: las prendas incentivas del horrendo crimen todavía conservo: mi
cetro, mi ambición, mi esposa y reina. ¿Podrá lograr perdón quien aún ofende?
En el perverso mundo la dorada mano del criminal cada vez consigue hacer que
retroceda la justicia; y vese que a menudo al infame oro la ley cede; mas nunca
allá en el cielo. No sirve de nada allí la astucia; claro, el crimen parece tal cual
es, y frente a frente salen a condenarnos nuestras faltas. ¿Qué queda, pues,
por hacer? ¿Arrepentirme? ¡Qué no podrá la contrición sincera! Mas ¿qué podrá
el alma que no se humilla? ¡Oh, lastimoso estado! ¡Oh, seno inmundo, más negro
que la muerte! ¡Alma enligada, que cuanto más te afanas por librarte te enligas
más! ¡Por favor, por dios! ¡Dóblense, rebeldes piernas, y hazte blando como los
nervios del recién nacido, corazón, más duro que el acero! Aun puede hacer
remedio para todo…[1]».
El rey se
arrodilló para continuar en su meditaciones, y como si fuera cita divina, ese
lugar y ese momento, tan pronto sus rodillas tocaron el suelo frío y sus ojos
en oscuridad quedaron, comenzaron a oírse en el pasillo pasos, que se
detuvieron a la entrada del lugar, era Hamlet, y se detuvo al verlo vulnerable,
el rey estaba en paz, y a la vez temblando, le pareció que dios jugaba irónico con su destino. Tal vez esto era lo mejor, que Hamlet tomara su vida
como pago por la de su padre, que Hamlet tomará el reino y que liberara a la
hermosa reina de estar con el monstruo que a su primer esposo asesinó. Sonrió,
con una extraña mezcla de miedo y paz, y justo cuando había aceptado su final,
los pasos continuaron, Hamlet fue al dormitorio de su madre para sostener la
conversión que Polonio había anunciado. El cielo decidió que el asesino
seguiría con vida.
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