«Y pasa que cuando miras demasiado a una mujer, de repente, de golpe e inadvertidamente, te enamoras perdidamente, tanto así que uno queda irreconocible».
-Erick Quezada.
Ayer estaba en el café de siempre, leyendo, como siempre, iba a la mitad del libro el amor en tiempos de cólera, tenía un café en la mesa y tomé de él hasta terminarlo todo, pedí otro y continué con mi lectura...
Una muchacha entró y se sentó en la mesa frente a la mía, me miró curiosa, yo la miré mientras fingía leer, pidió un capuchino y un cenicero, me limité a mirar mientras fumaba mi primer cigarro de la noche (que ya tenía encendido y a punto de verse terminado).
El mesero trajo su capuchino y el cenicero, ella disolvió tres cubos de azúcar en su café, saco una hoja de papel, le prendió fuego y dejo morir en el cenicero, le dio un trago al capuchino y lo dejo de nuevo en la mesa, cerró los ojos y sonrió, le di la última fumada al cigarro y lo deje morir en mi cenicero, afuera llovía, a mí me gusta fumar cuando está lloviendo, busqué la cajetilla para tomar otro cigarro y mis dedos notaron que solo quedaban dos, no los tomé, decidí guardarlos para más tarde, ella tomó su bolso y sacó el mismo libro que yo fingía leer mientras la miraba. Leyó un rato mientras yo fingía, me miraba ocasionalmente, creó que sabía que la miraba, tal vez lo había notado porque nunca pensé en cambiar la página, un error de novato. Me sentía como Florentino Ariza en el parquecito, fingiendo leer para ver a Fermina Daza. Me miró de lleno con sus bellos ojos cafés y yo me perdí en su mirada... quién sabe cuánto tiempo permanecí perdido, pudieron ser horas o días o meses o solo un instante.
-Sara. -susurré.
Ella se levantó de su asiento, tomó su capuchino y vino hacía mi mesa, se sentó frente a mí, dejando atrás el cenicero con la hoja de papel quemada, no apartaba sus ojos de los míos, le dio un trago al capuchino y lo dejo de nuevo en la mesa (en mi mesa), cerró los ojos y sonrió... cerró los ojos y por fin fui consciente de mí otra vez. Su sonrisa era espléndida, perfecta, ella en sí era perfecta. Abrió los ojos, cerró el libro y lo puso en la mesa, hice lo mismo, fingir leer ya no servía de nada, cruzó su mirada con la mía y preguntó: "¿Sara?"
-Sara significa princesa. -Dije tartamudeando. Sonrió con esa sonrisa linda y dulce y cálida que tienen las princesas en las películas de niños.
-¿te parezco una princesa? -, dijo en tono burlón y dulce, siendo cruel pero haciéndome saber que no había respondido mal del todo.
Con esa pregunta se ruborizó mi cara y se aceleró mi corazón, podía escuchar sus latidos retumbar en mi cabeza, baje la mirada, sabiendo que me costaría la vida, ella llevó su mano a mi barbilla y levantó mi rostro, volvimos a vernos a los ojos y supe que no podía huir, me perdonó la vida, pero qué difícil verla y no morir.
-Eres demasiado linda para ser una princesa. -Respondí, esta vez sin tartamudear.
Ella se puso de pie, se acercó a mí, acarició mi mejilla y me besó los labios, pudimos besarnos toda la vida o un segundo solo, no lo sé. Cuando terminó se fue sin decir palabra ni emitir sonido ni gesto alguno, ni un adiós, ni un hasta pronto. Solo se fue, y con ella se llevó mi corazón.
Yo me fumé mis últimos dos cigarros antes de marcharme.
Hoy sigo leyendo este libro interminable, o mejor dicho, sigo fingiendo leer mientras miró fijamente esa mesa donde se sentó hace cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días.
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