martes, 31 de mayo de 2016

La sangre ama a la sangre



Ella despertó agitada. No era una buena noche para soñar; pero en realidad, nunca lo era.
Había tenido una pesadilla, una de esas pesadillas que se tienen después de un trauma. A los 13 años, su padre la había violado, Ella tenía la pesadilla de aquella violación todas las noches, e incluso después de que a esa le siguieran muchas más, Ella siempre soñaba con la primera ocasión que tuvo lugar a un ataque tan brutal como aquel.
Esa noche fue algo diferente, fue un sueño que pudo sentir hasta la parte más profunda de los huesos. Despertó, pero no despertó como siempre lo hacía, esa noche fue algo especial, esa noche, podría jurar, que se pudo ver un rojo resplandor cuando la luna le iluminó los ojos, antes verdes. Y Ella sabía qué hacer. Su padre entro, como de costumbre, con las manos sobre el cinturón, Ella le pidió 5 minutos, su padre concedió, hacía ya mucho tiempo desde que Ella dejo de oponer resistencia, pues sabía que de hacerlo sería aún peor para su ya lastimado cuerpo. Ella entró al baño, se arregló, se puso lo más linda que pudo para su padre, pues sería la última vez que le daría placer, así que debía darle el mayor posible, y así fue, su padre nunca estuvo tan feliz, y nunca sintió caricias más suaves en el área púbica, ¡jamás se la habían mamado tan rico maldita sea! Ella sentía nauseas, el ver la cara de felicidad de ese bastardo, ¿cómo podía disfrutar tanto el tener a su hija sumida entre la perversión? Quería levantar el cuchillo que tomo del baño y apuñalarlo sin más. Pero no, no podía hacer eso. Esa noche sería el final de una adolescencia llena de malos infortunios: ese final sería perfecto. Sí, no debía precipitarse. Lo haría tal como lo pensó al despertar, cuando la luna resplandeció en un tono escarlata en la pupila de sus ojos, antes verdes. Debía matarlo en el sexo, ser paciente con él, darle el mayor placer, (regla general de lo directamente proporcional), darle el mayor suplicio (a mayor goce, mayor dolor), esperar el momento exacto del éxtasis de su amante, luego atacar.

Y así fue, espero el momento, cuando su padre llego al éxtasis total, de su boca dejo escapar un gemido de (para él) glorioso placer, un gemido que supero por mucho al de las otras ocasiones. Y Ella lo supo, ese era el momento. Levantó la mirada (aún con el miembro de su amante entre los labios), y su padre, pudo ver a la luz de la luna, el rostro de su hija, con las pupilas tan rojas como la sangre misma, y su rostro (el de él) dejo escapar una expresión de temor. Un (esta vez para Ella) glorioso temor tan grande, como  nunca había sentido en la vida. Ella separó sus labios de aquel repugnante pene y con la mano derecha lo empuño, levantó el cuchillo con la mano izquierda, y lo corto de un tajo. Su padre no tuvo oportunidad de reaccionar siquiera, todo había acontecido con tal velocidad, que ni siquiera fue capaz de percibir cuando su expresión pasó del temor a la agonía. Pero Ella sí. Ella lo presenció todo con una verdadera satisfacción en el alma.
Para cuando su padre recuperó el control, Ella introdujo el miembro amputado en la boca de él, con ayuda de ese mismo poder misterioso que le dio la convicción de hacer lo que hizo, y que le volvió los ojos rojos, antes verdes, al contacto con la luna; también la llenó de un gran poder desconocido.

Lo obligó a masticar, era tan emífera (brutal para él, celestial para Ella) cada lágrima en el rostro de aquel desgraciado (ya no más su padre, que alguien quemé las páginas de esta historia si vuelvo a llamarle de esa forma.) Que Ella estuvo al borde de las lágrimas (de felicidad).
           
En la pared, con la sangre de su víctima, vislumbraba la frase:

La sangre ama a la sangre; la muerte… también.


/***/


La satisfacción de tomar venganza fue grande. Y sus diabólicos ojos rojos, antes verdes, se veían más diabólicos con aquella despiadada sonrisa. La noche entera se llenó de niebla…

Al desertar, el remordimiento no pasaba desapercibido, no quería volver a hacerlo. No lo volvería hacer, trataría de borrar ese evento de su mente, y viviría con sus ojos, ahora verdes, verdes siempre. No se plantaría si quiera la posibilidad de matar de nuevo, y un día sería feliz, jamás volvería provocar el dolor ajeno.
Una noche solitaria, caminaba en soledad, solitaria la noche, solitaria Ella, solitario el viento y solitario en tiempo ¡ah, maldita soledad que la embargaba! Un  desgarrador acontecimiento tuvo lugar ante sus preciosos ojos, ahora verdes. Algo que no debió acontecer, ni ante Ella, ni ante nadie, ni con falta de testigos. Algo que simplemente no debería de pasar jamás. Pero pasó. Pasó y le recordó todo el sufrimiento que sintió alguna vez hasta lo más profundo de su alma.

En la solitaria caminata, por la solitaria calle, un solitario caballero caminaba, parecía normal, algo en su corazón –quiere suponer que fue su corazón- le hizo seguirle.
Cuando llegaron a una calle solitaria (más solitaria aun que el resto de la vida), donde sólo habitaban ellos tres, él, Ella, y la mima que él venía siguiendo, Ella no se había percatado de la mima –vaya, sí que venía distraída-, él acelera el paso, toma a la mima del cuello, Ella espera un grito. Pero no. Ni una palabra. Ni un sonido. Sus ojos coinciden un momento. Ella lo sabe, no habrá ruido alguno proveniente de ella, el silencio es la esencia de un mimo, nadie debería de traicionar su esencia. Y ella, no lo haría...
Ese contacto duró solo un instante, porque para cuando aquel sujeto la soltó del cuello, fue con una fuerza brutal, que usó para lanzarla dentro de un callejón oscuro. Jamás se dio cuenta de que Ella lo seguía. Comenzó la acción arrancando la blusa de aquella linda mima, porque era linda, los ojos de Ella, ahora verdes, tenían (por alguna extraña razón), la capacidad de verlo todo a la perfección, como si no fuese de noche, como si las leyes naturales de la visibilidad humana no aplicaran para Ella.

Era una adolescente, sus pechos no completamente desarrollados indicaban eso, su cara, oculta tras el blanco maquillaje, no indicaba más de quince años. Y su mirada, su profunda mirada, sumida en el dolor, no expresaba más que sufrimiento, pero sus labios, esos no expresaban gemido ni sonido alguno, ni una palabra, ni un ruido, el silencio era la esencia de un mimo, nadie debería traicionarla. Y ella, no lo haría…

Cuando estaba penetrando en la vagina, claramente virginal, en un momento, y de manera abrupta, inesperada para la espectadora, retiró su miembro del lugar sangrante. A ella la colocó de rodillas, con la mano izquierda la sujetaba del cabello, castaño, muy maltratado, como el resto de su cuerpo. Y se masturbo, de manera que la eyaculación cayera entre los senos de aquella inocente jovencita.

Ella se ocultó tras el muro, el violador salió corriendo del callejón, Ella entró, se arrodillo junto a la joven, que había envejecido años en cuestión de segundos, miró su cara, que oculta tras el blanco maquillaje, no indicaba menos de cuarenta años. Y su mirada, su profunda mirada, sumida en el dolor. Ella levantó la vista, se pudo ver un rojo resplandor cuando la luna le iluminó los ojos, antes verdes. Y Ella sabía qué hacer.

Volvió a mirar a la joven, ahora vieja, rodeó con sus manos aquel cráneo envejecido, se inclinó, besó aquella arrugada frente, y con un movimiento tenaz, apenas perceptible, le mató. Esa noche lloró amargamente.

/***/

Cuando la luna pasó y el sol volvió a surcar los cielos, Ella se retiró temprano de la universidad, fue a una tienda, donde compró todo lo necesario para ser un mimo. A excepción de la esencia, porque la esencia de un mimo no es algo que se pueda comprar en las tiendas. Era el silencio; y eso es algo que debes tener arraigado hasta lo más profundo del alma, era algo que no se debía traicionar. Y Ella, no lo haría…

Se vistió con su ropa nueva, una falda negra estilo rock and roll tres dedos por encima de las rodillas, una medias con rayas blancas y negras a manera horizontal que llegaban tres dedos por debajo de la falda. Una camisa (también a rayas), unos tirantes negros de la falda a los hombros, al frente y a la espalda, y un maquillaje blanco con el que cubrió su rostro, el pelo lo dejó suelto. Su cabello suelto, lucía hermoso. Y Ella lo sabía.

Salió a la calle donde se encontró a aquel sujeto la noche anterior, no tuvo necesidad de actuar, pues estaba sola en una calle solitaria. Un frío viento solitario la embargó, y tras un solitario tiempo (más solitario aun que el resto de la vida); él apareció, y a los ojos de Ella, ahora verdes, le pareció repugnante. Con una coqueta sonrisa, un movimiento del dedo índice de la mano izquierda, un ligero movimiento de cadera –del que ningún hombre sería capaz de resistir- le invitó a seguirle. Y él le siguió.
Pasaron la calles, calles que ambos sabían de memoria, y llegaron a un callejón, donde Ella entró, seguida de él, era de noche, y la oscuridad era plena, aquella muchacha había firmado su sentencia, y justo cuando fue a arrancarle la blusa de un tiro, ésta ya estaba en el suelo, mientras Ella, con sus manos, se apretaba cada uno de sus pechos, con  lo cual, lucían más perfectos y redondos. Las manos de Ella sobre sus pechos pronto fueron suplidas por las de él, para después retirarse dando paso a la lengua, que desarrollaba su trabajo, mientras las manos, ahora libres, se deshacían de la molesta falda, Ella sabía a lo que venía; no había ropa interior, y cuando la mano bajo hasta una de sus medias, Ella despegó los cuerpos, otra mirada coqueta, un  movimiento indicador de “no” con el dedo, que después introdujo la boca de él fueron suficientes, para que no volviera a tocar las medias en todo el sexo. Comenzó a penetrar en su cuerpo, mientras le pedía un gemido de placer, pero no hubo nada, Ella en sus ojos expresaba placer, pero sus labios, esos no expresaban gemido ni sonido alguno, ni una palabra, ni un ruido, el silencio era la esencia de un mimo, y eso es algo que debes tener arraigado hasta lo más profundo del alma, era algo que no se debía traicionar. Y Ella, no lo haría…
Pedirle que gimiera para él, pobre bastardo, ni siquiera sospecho lo que venía. Quería levantar el cuchillo y apuñalarlo sin más. Pero no, no podía hacer eso. Esa noche sería la venganza de una adolescencia llena de malos infortunios: algo que debía de ser perfecto. Sí, no debía precipitarse. Lo haría tal como lo pensó al presenciar, cuando la luna resplandeció en un tono escarlata en la pupila de sus ojos, antes verdes. Debía matarlo en el sexo, darle el mayor placer, el mayor placer posible, (regla general de lo directamente proporcional), darle el mayor suplicio. Alargar su dolor, esperar el momento exacto del éxtasis de su amante para atacar.
En un momento, de manera abrupta, y ya esperada para Ella, retiró su miembro del lugar amante. Ella se irguió, puesta de rodillas, para que su pene apuntara entre sus pechos, y puso ambas manos sobre el miembro antes de él que terminara de formar ideas, ahora, la mano izquierda del sujeto no jalaba, sino que acariciaba su cabello. Y a la primera jota de semen entre seno y seno lo supo, ese era el momento. Levantó la mirada (aún con el miembro de su amante entre las manos), y él, pudo ver a la luz de la luna, el rostro de su amante, con las pupilas tan rojas como la sangre misma, y su rostro (el de él) dejo escapar una expresión de temor. Un glorioso temor tan grande, como nunca había sentido en la vida. Ella separó una mano de aquel repugnante pene, que  dejo en su otra mano, levantó el cuchillo, que había oculto en una de sus medias con la mano izquierda, y lo corto de un tajo. Posteriormente le cortó la lengua, hizo círculos con ella sobre sus hermosos pechos. Después, con todo el cuidado del mundo, acostó boca arriba al sujeto, se sentó, aún desnuda, en su zona púbica, ahora castrada, e hizo una delicada –no quería que muriera. No todavía- incisión en su pecho, del lado derecho, y ahí le introdujo el pene recién cortado.

Era emífero (brutal para él, celestial para Ella) como las lágrimas en el rostro de aquel infeliz (feliz hasta hace unos minutos) brotaban para no tener fin.
Después de un momento de placer. Lo apuñalo. Él murió al instante.

La satisfacción de tomar venganza fue grande. Y sus diabólicos ojos rojos, antes verdes, se veían más diabólicos con aquella despiadada sonrisa. La noche entera se llenó de niebla…

En la pared, con la sangre de su víctima, vislumbraba la frase:

Quien no tiene voz; escribe…

…/***/…







-Alonso Gonzalez.

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