lunes, 27 de noviembre de 2017

Ayer sentí la muerte.

Ayer sentí la muerte, temblar así,
no hay manera de sentirse fuerte;
toda mi vida terminó por un segundo;
-dos segundos, tres existencias, cuatro infinitos-.

He pensado
-algunos poetas pensamos
en algunas ocasiones plenamente raras-,
que lo emífero de la vida
no es más sino la posibilidad
eterna de la muerte
-muerte en caricias; en mujer.
Y claro, en la muerte misma-;
Ese infinito pensar en el éxtasis y el placer,
¿y si el goce fuera eterno?,
¿y si todo lo que vivimos y soñamos y sentimos no se terminara nunca?
Si en la eternidad estuviéramos vagando
por el interminable juego de emociones, sin delirios ni riesgos de término,
que cualquier cosa que pasara no importase nada porque de cualquier manera
se podría intentar algo más en el futuro,
ni la desgracia inmuta, al estar en otro lugar con otra gente por todos los mundos
por todo lo concebible de Dios.
O la felicidad, el pensar siempre que se puede superar
si se busca lo suficiente para sentirse la parte
más sustancial del emífero e ilimitado firmamento.

Siendo la mortalidad lo que el humano describe como la desgracia
de su condición mundana.
Al saberse terminable, obligado está en caer
al éxtasis de cada momento
o la depresión de la aflicción.
Eso es la muerte;
nada: sólo lo inefable.


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